La escultura ausente – Francesc Morera

Como humanos la necesidad de la verdad nos obliga a transitar por la vida  desconociéndonos, para  luego descubrirnos a través del otro. Y recorremos el arte como uno de esos caminos en pos del desconocimiento/descubrimiento. Lo escogemos por ser diferencialmente humano, fuera de la esclavitud de la necesidad, de la supervivencia. Y en este principio de siglo la escultura parece decepcionarnos por indecisa. Duda entre salir a la plaza pública y gritar, o esconderse en el fondo de los almacenes  a lamerse las heridas y meditar. Se descuelga de los pedestales y repta, se arrastra por los muros y se descuelga de los techos. No sabe si su tiempo  ha terminado o, por el contrario, es el principio de una nueva epifanía, ahora que por fin ha conseguido emerger de un  pozo lleno de prohombres y condotieros, de diosas y cortesanas.
Su ausencia despliega  artimañas para aprehender el aire, para darle forma, para domesticarlo. Conversa con él mientras trata de seducirlo, de atraparlo, y su angustia llena el espacio de peanas para que se pose si se cansa. Pero es huidiza. Se esconde entre las sombras y solo nos muestra su rastro, que no su rostro, desleído.
Una palabra cóncava y un concepto convexo se encuentran, junto al zócalo en un rincón de la sala, entre ellos la luz dibuja una arista y un pliegue, que se encaraman sobre un podio y se exhiben. Se juntan, se dan la espalda o se esconden, en un paso a dos donde la luz es música.
La palabra aspira a sustituir el mármol, el concepto al bronce. Como en un espejo, la vida es sustituida por su reflejo y nosotros por androides sedentes, con la sola función de deglutir.
 

FM

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